sábado, 4 de abril de 2009

ALFONSIN Y YO







Ingresé a la vida política en 1982, tras la derrota de Malvinas y la consencuente convocatoria a elecciones nacionales.

Alfonsín me propinó la primera -no la última- derrota electoral. Creía -equivocadamente- que el peronismo ganaba en todo el país y todos los niveles. Monchamp en Devoto, Cornaglia en San Francisco, Angeloz en Córdoba y Alfonsín en la nación me demostraron que querer no es poder.

Con Alfonsín siempre tuve una relación ambigua, en general estuve de acuerdo con él en las decisiones que más le criticaron.

Lo vi personalmente en un par de oportunidades, la última en 1996, creo que no volvió a San Francisco después de esa oportunidad, si mal no recuerdo. Me daba la impresión de ser un hombre bueno, demasiado para manejarse en el difícil mundo de la política.

Estuve de acuerdo con el juicio a las Juntas y con su decisión sobre el Beagle.

Sus leyes de obediencia debida y punto final me parecen comprensibles. Es fácil criticarlas ahora que el Ejército -gracias a Menem- desapareció totalmente como factor de poder político, pero en ese momento eran una amenaza real para la democracia y buscó un equilibrio entre la condena a los principales responsables y lo que él consideró necesario para mantener el sistema y la paz social. Lo comprendí y lo apoyé.

En materia económica creyó, como muchos radicales, que la voluntad política podía torcer los duros designios de las leyes económicas. Se equivocó y eso le costó el gobierno, el poder y la salida anticipada de su presidencia.

El Pacto de Olivos, tan vituperado por propios y extraños es, en mi opinión, su máximo ejemplo de convicciones democráticas.

Alfonsín creía que la democracia se construía con consensos. Para alcanzarlos había que negociar y para acordar, había que ceder algunas posiciones.

Le otorgó a Menem la reelección, pero logró acortar el mandato presidencial de seis a cuatro años, que el consideraba un plazo excesivo sin una ratificación intermedia. Había padecido los últimos dos años de su gobierno ya sin poder después de la derrota electoral de 1997. Sabía de lo que hablaba.

Incorporó el Consejo de la Magistratura para lograr un método menos arbitrario en el nombramiento de jueces e hizo cambiar el sistema de elección indirecta del presidente por el de distrito único. De ese modo le restaba poder a los caudillos peronistas provinciales y habría las puertas para el triunfo de la Alianza en 1999.

Sin embargo, más allá del grado de acuerdo con aspectos puntuales de la Reforma de 1994, cayó sobre él la condena política y mediática de la dominante intelectualidad "progresista" por haber "negociado" con Menem.

Esa condena se extendió a la mayoría de la sociedad y se mantuvo hasta el momento de su muerte misma.

Semejante "castigo" social y político, envió a la más profunda de las cavernas vernáculas el concepto central, básico, fundacional de una sociedad democrática: el diálogo y posterior acuerdo con cesiones mutuas.

Aún hoy no hay espacio en el escenario político argentino para que dos partidos opositores, con reales chances de llegar al poder, se sienten a negociar aspectos centrales de las políticas de Estado sin que sean sospechados de participar de un "negociado".

Alfonsín hizo un aporte sustancial en ese momento aún a costa de "pagarlo" el resto de su vida.

Sin embargo, soy un convencido de que el tiempo lo reivindicará en este aspecto.

Para eso habrá que esperar madurez democrática en los ciudadanos y en sus dirigentes.

Una madurez que Alfonsín tuvo en 1994 y que aún hoy no le es reconocida.

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